jueves, 21 de octubre de 2010

FRAGMENTO DE LA OBRA

Por los campos ya secos y abandonados, se tendieron los caminos metálicos. Los hombres, inclinados sobre la tierra, clavaban largas púas de acero para sostener las líneas por las que, meses después, corrían veloces locomotoras lanzando al aire eructos negros, y arrastrando tras de sí largas filas de carros que transportaban carbón hacia la capital. Todas las escalas sociales vinieron a formar el pueblo de Timbalí. Desde los extranjeros que pisaban la tierra aquella -buena y acogedora- como dominándola, como amenazándola, hasta el pordiosero, hasta la prostituta.
Entre los hombres atraídos por el vértigo llegó una mañana de tibio verano Rudecindo Cristancho. Era alto, delgado, de apariencia débil; la espalda inclinada siempre; los ojos bajos; la boca cerrada herméticamente; con las palabras justa para medio hacerse entender; las manos grandes, nervuda, descarnadas; largas y magras las piernas. Esto en lo físico. Y en lo intelectual, resignado hasta el sacrificio; pero no por heroísmo, sino por la ignorancia. No supo quienes eran sus padres, ni le interesó averiguarlo. Sus recuerdos arrancaban de una época muy remota: trabajaba en una finca como mandadero, y soportaba los latigazos del dueño cada vez que no cumplía cabalmente con sus deberes. Quizá desde entonces, le nació esa resignación fatal, completa, terrible, ya que su alma había sido cruelmente deformada por la vida misma.

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